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–¿A quién?

–A Pus –repitió Selma.

–Pobre Paz; ya te peleaste otra vez con ella, ¿o no?

–Es que le traigo mucho coraje por todas las que me ha hecho. A ella y también a la loca. ¡Ay, maldita mujer! ¡Ya no la aguanto, no la aguanto, no la aguanto! ¡No, no, no!

–Parece que estás en escena. Te verías bien en Las troyanas como Casandra para que gimieras y aullaras con los pelos al aire.

–Es que de veras ya no la aguanto.

–¿A Paz?

–No, a la loca.

Al rato salí para traerle la canasta con los trastes de la cocina.

–Ya es hora, Selma; hace rato que tocó la banda. Dile a Vísit que me escriba.

Al abrirse la puerta del elevador, un calor de persianas asoleadas hacía más intenso el aroma de la madera barnizada que recubre los descansos en cada piso de la torre de Humanidades. Las plantas del octavo piso humedecían el aire. Subí las persianas, abrí todas las ventilas y entró el sol de la tarde por los cristales. Ojalá llueva en la noche, pensé. La puerta estaba abierta. Al fondo se podía escuchar el mimeógrafo funcionando.


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