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III.
Hoy por la tarde vino Selma y me pidió que le cantara las canciones. Francamente ya no me gusta cantar las mismas dos o tres veces por semana. Primero me estuve haciendo disimulado un buen rato, pero finalmente me lo preguntó:
–Qué, ¿hoy no vas a cantarme?
–Si no he hecho nada nuevo.
–No importa. Cántame las mismas. Ándale, trae la guitarra.
–Está desafinada, mejor hoy no.
–Bueno, si no quieres no cantes...
–¿De veras quieres oír las mismas?
–¡Pues claro!, te lo pido de veras.
Yo no estaba muy convencido, pero traje la guitarra. Ya sé en qué orden debo empezar: primero las que le gustan, pero no tanto; al final las que le gustan mucho.
–Ya no me cantas La niña.
–Ésa no.
–Pero, ¿por qué? ¡Si es mi canción!
–Es que ya no me gusta.
–¡Pues qué fino detalle! ¡Verdaderamente uno no gana para vergüenzas contigo! ¡Si es mi canción!
–Es cierto, pero ya no me gusta.
–¡Qué tontería! Es muy bonita. Ándale, cántala y dime por qué ya no te gusta.
–Es que aquí no les gustó y ya he acabado por creer que tienen razón: es como muy mensa.