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Poco antes de amanecer llamé a la oficina del director de Servicios Sociales, Julio González Tejada, seguro de que habría alguna secretaria que me diera el teléfono particular del director. Necesitaba saber si, en el curso de la noche, las autoridades habían continuado los trámites para obtener el permiso, o si se podía influir de alguna manera para que encabezaran la manifestación de cualquier forma. Descolgaron y al otro extremo de la línea respondió una voz enronquecida por la desvelada y el nerviosismo.
–¿Maestro? ¿Es usted?
–Sí, De Alba; qué se le ofrece.
Le planteé la situación y finalmente me dijo que esa madrugada se había obtenido el permiso para realizar la manifestación.
–El señor rector tendrá mucho gusto en asistir. Buenos días, De Alba. Hasta mañana.
Creo que ahora llueve menos, pero el cielo sigue gris. ¿Por qué no podré dejar de pensar que así llueve en Polonia? En mi celda empiezan a deshojarse las rosas amarillas que trajo Selma hace poco, la primera acaba de caer completa y, sobre la mesa, los pétalos siguen en orden. Aunque falta mucho para que oscurezca, tuve que encender la luz.