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En nuestro país, las reivindicaciones obreras dan lugar a las primeras grandes huelgas (la de 1855 bajo el lema “Asociación o muerte”, las huelgas con ocasión de la Semana Trágica de 1909 o la huelga general de 1917). A la par, el asociacionismo obrero va cobrando forma, inicialmente a través de las sociedades de socorros mutuos y, con posterioridad, tras la Ley de Asociaciones de 1887, con organizaciones de resistencia y de carácter sindical propiamente dichas (así, en 1888 se funda la UGT y en 1911 la CNT). Todo ello termina provocando la intervención del Estado en la cuestión social. Se crean una serie de organismos administrativos (la Comisión de Reformas Sociales en 1883 y el Instituto de Reformas Sociales en 1903) que tienen por objeto el estudio e investigación de las condiciones de vida de la clase obrera, con labores de inspección, estadística y asesoramiento, entre otras. En 1906 inicia su actividad la Inspección de Trabajo y en 1908 lo hacen los primeros Tribunales Industriales. Y aparecen las primeras normas que podemos considerar laborales, regulando las relaciones entre obreros y patronos. Un primer precedente lo encontramos en la Ley Benot de 1873 sobre trabajo de menores, con escasa efectividad práctica. En 1900 aparecen la ley de Mujeres y Menores y la ley de Accidentes de Trabajo. A ellas le seguirán otras normas importantes como la Ley del Descanso Dominical de 1904 o la ley de la silla de 1912, que regula los asientos para las trabajadoras en locales al público. La legislación laboral se consolida definitivamente durante la II República, en especial en el denominado “bienio reformador”, con la constitucionalización de los derechos laborales y la Ley de Contrato de Trabajo de 1931.

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