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El Derecho del Trabajo nace, pues, como una disciplina destinada a la protección de una clase social, el proletariado, un “derecho de menesterosos” en palabras del Tribunal Supremo. Pero a lo largo de las décadas posteriores, particularmente en la segunda mitad del siglo XX, se configura como un derecho moderno e independiente y su progresión y extensión crece exponencialmente; en buena parte, ello es debido a la propia concepción social del trabajo, que no se entiende ya únicamente como un medio obligado para la subsistencia, sino también como una vía de realización personal y reconocimiento social. En nuestro país, este proceso se inicia, paradójicamente, durante el régimen franquista. La ausencia de libertades que caracteriza a este período se plasma, fundamentalmente, en el ámbito colectivo de las relaciones laborales, con la negación del conflicto social y la supresión de los sindicatos de clase tradicionales, que serán sustituidos por un sistema de sindicación obligatoria a través de una organización unitaria –el sindicato vertical– que integra en su seno a trabajadores y empresarios. En compensación, se refuerza la tutela individual a través de la legislación laboral, con la Ley de Contrato de Trabajo de 1944 como pieza clave y las reglamentaciones sectoriales. Se articula, además, un sistema ordenado de Seguridad Social a partir de 1963, que sustituye al conjunto heterogéneo y disperso de seguros sociales que habían procurado hasta ese momento la previsión social. Y se perfecciona tanto la administración laboral, con la Inspección de Trabajo al frente, como la organización judicial, con la creación de las Magistraturas de Trabajo y el Tribunal Central de Trabajo.