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Gran parte de los recursos captados en los mercados financieros internacionales se canalizaron hacia la construcción de viviendas y otras actividades inmobiliarias. La fuerte presión de la demanda produjo un crecimiento de los precios de la vivienda muy elevado (212 por 100 entre 1997 y 2008), a pesar de la gran expansión de la oferta de viviendas. La consecuencia fue la generación de una burbuja inmobiliaria que cuando explosionó, a partir de 2008, puso en evidencia los desequilibrios acumulados durante el periodo de prosperidad. El elevado flujo de capitales exteriores canalizados a la construcción de viviendas llevó a un enorme endeudamiento frente al resto del mundo, difícil de devolver, ya que dichos recursos se destinaron a la inversión en actividades incapaces de generar superávit en la cuenta corriente a través de las exportaciones. Cuando estalló la burbuja inmobiliaria los prestamistas internacionales cuestionaron la solvencia de España, y no solo cortaron radicalmente la provisión de liquidez, sino que reclamaron la devolución de los préstamos a su vencimiento. Pero España pertenecía a un sistema monetario que no tenía previsto como suministrar liquidez en caso de salida masiva de capitales de un país miembro. Y tampoco disponía de instrumentos para realizar los ajustes ante un desequilibrio de tal magnitud. En esta situación, la única vía disponible para reequilibrar las cuentas exteriores de una economía que había perdido competitividad externa, y estaba muy endeuda con el resto del mundo, fue verse forzada a una «devaluación interna».

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