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Todo ello es consecuencia de dos factores. De un lado, del hecho cierto, ya indicado, de que, en estos casos, el proceso no es sino un instrumento para hacer valer derechos e intereses predominantemente individuales. De otro, del reconocimiento de que los particulares pueden disponer libremente de dichos derechos e intereses, tanto dentro como fuera del proceso.
Esto no quiere decir, sin embargo, que el control del litigio se encuentre en manos de los particulares. En absoluto. Pues no les corresponde a ellos –sino a los tribunales– su dirección, siendo los titulares de los órganos jurisdiccionales los encargados de velar porque se desarrolle por los cauces legalmente determinados.
Cuanto antecede determina que, en los procesos regidos por el principio dispositivo, y como manifestación de éste, quepa hablar de otro principio, el principio de aportación de parte, en función del cual se confía a los litigantes la tarea de alegar y probar los hechos que les interesen, labor que se concreta en los aforismos da mihi factum, dabo tibi ius (dame el hecho, y yo –juez– te daré el derecho) y iudex iudicet secundum allegata et probata partium (el juez falla conforme a lo alegado y probado por las partes). En ellos, son los contendientes –y solo ellos– los que aportan los hechos sobre los que ha de discutirse en el pleito, obligando con ello al juez, que no puede fundar su decisión en otros hechos, ni puede prescindir de los que las partes hayan sometido a su consideración. “Qué efectos jurídicos se deriven de tales hechos, en relación con las pretensiones deducidas, es cosa que corresponde decidir a la función soberana del juzgador, previa la declaración de los hechos. El juez solo es libre de considerar como dados o no los hechos controvertidos. De los alegados por una parte y admitidos por la contraria ha de partir en todo caso en la sentencia, independientemente de su convencimiento”ssss1.