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Y ya no es, tampoco, el ermitaño de Croisset. Además de numerosos viajes por Francia y otros países, vive temporadas en París, frecuenta los salones, como el de la princesa Mathilde, donde se reúnen escritores y artistas de la época; forma parte de las cenas en el Magny, sólo para hombres, salvo George Sand, a veces; incluso Napoleón III le invita al recién transformado palacio de Compiègne.

Él mismo recibe, en sus estancias en París, los domingos, de una a siete de la tarde. Guy de Maupassant relata en sus entrañables ensayos sobre su amigo y maestro, al que considera pariente, pues es sobrino de Le Poittevin, íntimo de Flaubert, cómo se desarrollaban esas reuniones de la una de la tarde. El primero en llegar solía ser Iván Turguéniev, el gran novelista ruso, tan alto como Flaubert: les diferenciaba la voz dulce y lenta del ruso, en contraposición a la voz potente y estruendosa del francés. Maupassant sigue presentándonos al resto: Taine, Alphonse Daudet, Zola, los hermanos Goncourt, el joven poeta José María de Heredia, y otros más, por citar solamente a los que son más reconocibles en este siglo XXI. La tarde discurría en charlas más o menos exaltadas, más o menos tranquilas, como podemos imaginar en un grupo de escritores, pintores o editores y políticos, cuando las ideas se agolpan saltando de un grupo a otro, en un sinfín de conversaciones a veces simultáneas. Maupassant sigue relatando cómo, poco antes de las siete de la tarde, Flaubert los despide en la antesala, de uno en uno, estrechándoles las manos con energía, con una sonrisa afectuosa, palmeándoles la espalda. Y que, después, cuando se iba Zola, que solía ser el último en despedirse, Flaubert, tras descansar una hora en el sofá, se desprendía de esa bata enorme en la que se envolvía cuando estaba en casa, se ponía el frac y salía a cenar al salón de la princesa Mathilde.

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