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»Yo nací en el pueblecito de Fuenmayor, no muy lejos de Logroño, y de eso hace ya cincuenta y dos años, bajo el techo de una familia acomodada, viviendo en uno de los mejores barrios del lugar. Mi niñez la pasé en el pueblo y al cumplir los catorce años mi padre quiso que mis estudios los realizara en la capital, siempre basados en el mundo de los vinos. ¿Me escuchas, verdad?

Capulino, con sus grandes ojos negros color azabache, movía su cola de izquierda a derecha sentado en unos cartones.

—Gracias, caballero, muy amable.

Otras monedas acababan de caer en la gorrilla.

—¿Ves, Capulino? ¡Esto se está animando hoy! Pues como te iba diciendo, a mí lo de los vinos no me interesó nunca, aunque tuve que informarme obligado a ello, y eso era motivo de discusiones de mal gusto y malestar dentro del hogar. Y a medida que fue pasando el tiempo, la situación empeoraba, ya que mi padre no aceptaba que yo rompiese la tradición familiar.

»A mí lo que realmente me apasionaba era ser escritor y poeta… Durante el periodo de tiempo que estuve estudiando en Logroño, descubrí las obras de Juan Ramón Jiménez, los hermanos Machado, Lorca y otros. En alguna ocasión, en la temporada de vacaciones, organizaba en mi casa reuniones invitando a amigos y recitaba mis poesías favoritas de esos grandes de la literatura, y aunque eran palmaditas en la espalda y aplausos de cortesía, al finalizar mi recital la falsedad de aquellas enhorabuenas eran obvias, pero yo las aceptaba dando las gracias. Creo que nadie comprendía mis sentimientos, excepto mi madre, Herminia, que aunque era incapaz de entender el significado y el valor de lo que escuchaba, sí captaba mi tristeza y soledad. Creo que ella siempre pensó que yo era un soñador y, aun así, me quiso con su amor más profundo.

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