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Galindo nunca dejaba a su fiel Capulino solo por mucho tiempo, y ese era el motivo por el cual siempre se acercaba al bar donde le conocían en la calle San Bernardo, que estaba situado a unos cincuenta metros desde su esquina. Con la recogida de dinero de la mañana pudo comprar una pizza y una buena lata de Pal, comida que le encantaba a Capulino. Almorzaron con apetito y en silencio. Comenzó a llover y la gente que pasaba lo hacía a paso ligero, sin apenas fijarse en aquellos dos seres diminutos que, al parecer, ellos, no estaban incluidos ni pertenecían al resto de la sociedad.

Galindo a toda prisa recogió sus cartones y se refugiaron en un portal que permanecía cerrado y que en su día fue un establecimiento dedicado a mercería y quincalla.

—Espero que la lluvia no continúe durante toda la tarde, porque en ese caso a ver qué vamos a cenar. Bueno, Capu, no te preocupes que algo haremos. De momento vamos a ver si dormimos una siesta, ¿sí?

Ambos se unieron y cubrieron con una manta descolorida. Galindo comentaba en voz baja:

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