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Capulino se estiró y, bostezando, se recostó entre cartones. Galindo había consumido su taza de café y quiso fumarse medio cigarrillo que tenía guardado, pero sabía que a Capulino le molestaba el humo. Se cruzaron las miradas y lo volvió a guardar en un bolsillo de su viejo y arrugado chaquetón.

—Sé que te vas a dormir, Capulino, pero te voy a seguir contando…

La propietaria de la casa donde alquilé mi habitación se llamaba Rosalía, donde también habitaba su hijo Carlos. Aquel barrio era muy alegre y la gente amable y bondadosa. No era precisamente uno de los mejores barrios de la ciudad, pero para mí era ideal. Enseguida conecté con los vecinos y, teniendo en cuenta que no me sobraba el dinero, me vino muy bien porque mi renta era baja.

Carlos era soltero y preparaba su boda en aquellos días. Una mañana, apenas me hube alzado del lecho y me dirigía al cuarto baño, escuché la voz de Carlos, que gritaba:

—Mamá, acabo de encontrarlo. ¡Estaba escondido en la viga del cuarto!

Lo que había escondido en la viga era un periquito al que llamaban Romeo, de color verde y amarillento. Tanto la madre como el hijo jugueteaban con él, lo dejaban salir de la jaula a veces. Lanzaba sonidos fuertes y desagradables, y molestaba, sobre todo a un vecino cuya profesión era taxista nocturno y le apodaban el Biscúter. Te cuento todo esto, Capulino, porque realmente fue una experiencia vivida inolvidable. Rosalía entablaba conversaciones conmigo muy a menudo y me contaba cosas que, aunque a mí no me interesaban, por educación las oía.

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