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Para ustedes invalorables amigos confidentes, que bebieron en la misma copa mi dolor, o brindaron en ella por la rauda alegría; volcándose en mi locura encontraron en las palabras y los hechos encandilados sentimientos puros, de acciones prestas y constantes como brioso corcel de soluciones; miradas castas y pródigas manos, cargadas de amistad, sencillamente, ¡Gracias!
En fin, para ustedes, hermanos del mundo, los desconocidos y buenos, exitosos y solos; sabios-viejos que exhiben experiencia en sus sienes ya plateadas; los libres y soñadores, anónimas mujeres que salvan vidas inocentes. Para los que rescatan en las páginas de un libro poesía, mientras siembran en el jardín nuevos geranios; para los portadores de la paz y no la guerra, reciban en mis letras mi invaluable AMOR.
I. El adiós
Verano del ochenta y dos. La prisa se escondía como un pajarillo en el invierno. No había mucho en qué pensar, el aire traía olor a miedo. Apenas me encontraba sola y sin rumbo, como quien pierde el camino ya trazado; había caído la noche y un algo indefinido giró en mi interior sombrío, lo cautivo en el alma dolía intensamente. Atrás quedaron los pasos grabados en la calle misma del olvido y desamor, austera avenida de lo desconocido y gris, como licor que embriaga creyendo darle paso a la confianza, paliativo pasajero, que no logra rescatarnos, pues tan solo entorpece los sentidos.