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Miré de reojo mis heridas, con malestar por verlas aún frescas, a la par que mi cuerpo frágil anunció una tormenta. Resisto todo lo que puedo, vacilo, tiemblo y caigo, pues la decisión de salir, triunfar y vivir era un espasmo pasajero de una valentía que no existe. Al mirar por el cristal de la ventana, la calle se mostraba indefensa y quieta, mendiga reclinada en la vereda soportando frío y soledad, porque ningún paso se aproximaba para regalar en ruido generoso de algún caminar desconocido, un aliento de vida donde se pudiera percibir cierta compañía.
Me alejé del ventanal empañado por la bruma, llevé las manos a mi pecho dormido en ademán protector, mas apenas decidía nada, nada era la mejor respuesta. ¿Por qué comprometer a la esperanza? Total, el mundo me esperaba a tono de cita informal. Reaccioné y empuñé el arma del valor tan invocado, miré de frente poniéndome de pie ante la angustia, le reté cuidando del mínimo detalle de mi pena, observando en magistral silencio a los niños que duermen con expresión de ángeles guardianes y risueños. Cómo ansiaba que su mundo fuera el mío, ser yo la que descanse sin temer que me despierte el viento; ser la que pedía que mi madre me acariciara el pelo, ser quien empezaba en foja cero. La realidad era distinta y ahí estaba sin hablar, jadeante en la certeza de que, frente al destino, nadie lograba escapar.