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Retomar el pulso y asumir que esperaban tres vidas pequeñas sin su papá demandó algo más que aliento al respirar, pues hundirse en un sollozo no era justo, apenas vibraban los recuerdos de mil momentos que pasamos juntos construyendo sueños. Su ausencia apenas comenzaba, y al mirar el rincón vacío, sentí un terror que me caló los huesos. Así desfiló la madrugada eterna y asfixiante, para darle paso al día, y qué lenta vino la tarde y qué interminable se tornó la nueva noche. Deseaba dormitar sin llegar a fundirme en la oscura somnolencia de aquello que pasó a ser tan cierto: soledad. ¡Cuánto abandono y soledad!

Busqué en el calendario una fecha que hablara de un abril mágico y puro; recogí la nostalgia en mi pañuelo y eché a andar, decidida a vencer al demonio que apretaba mi garganta, frustración inmersa en la careta de la propia vida, de esta que estaba lastimada por la burda sorpresa. Y aun al quebrar entre mis manos el cristal de ese sabor amargo a hiel y miedo, no logré dejar de sentir cómo la sangre tibia, al alojarse en mi epidermis, me impulsaba a vivir y a entender. Había mil razones para volver a empezar.

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