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Cuando nos despertamos después de haber dormido plácidamente, en la hoguera solo quedaban rescoldos y la luz entraba con fuerza por los orificios de la roca, lo que nos indicó que la lluvia había cesado y el sol acariciaba los acantilados.
Nos levantamos, nos dimos el último chapuzón en la poza y le pregunté qué cualidades tenía el agua, pues me notaba la piel y el pelo mucho más suaves que de costumbre.
—Lo del reuma de ayer, aunque te lo dije bromeando, es verdad —respondió Nina—. Estas aguas son muy buenas para todo tipo de procesos reumáticos y para enfermedades de la piel.
Tras juguetear un rato entre la cascada y el estanque, recogimos las cosas, así como la ceniza y otra basura, y nos dirigimos al pasillo que conducía a la laguna donde estaba la zódiac. Puse en marcha el motor y Nina la condujo por el canal hasta su desembocadura en el océano. El sol lucía en lo alto y nuevamente me sobrecogí de admiración al contemplar los acantilados, los farallones, los pasillos y las formas extrañas que el agua había ido esculpiendo en las rocas. Parecía que la propia naturaleza se había encargado de ocultar la entrada de la galería, ya que esta solo se veía tras haber traspasado los dos primeros farallones, que parecían los guardianes de aquel entorno.