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Poco antes del alba, el último soplo de Servando removió las cenizas del tablero baldío, elevándolas al cielo de luna nueva, donde se apagaban también las últimas estrellas. Fue entonces cuando las maderas crujieron con los trajines de los ratones, el burro rebuznó, los cerdos gruñeron, las ovejas balaron imitando el llanto coral de los niños del orfanato, y Perro Malo aulló plañidero junto al portalón, el cual se abrió bruscamente empujado por Venancia, que aún llevaba puesto el vestido de los domingos, con refregones de sangre y devueltos; los cabellos de noche en vela, greñudos y sudados, enmarcando su cara de arrugas frescas, palpitando aún, consolidándose en una piel sobre la que apenas quedaba sitio para cincelar más dolor.

A Leandro le importunó la visita pues, animado por el entusiasmo del ambiente del establo, había retomado lo que dejó a medias la noche anterior. Su tía le dio unas instrucciones de forma aturullada y con la mirada perdida:

“-…Y aparejas el burro y lo dejas en el tablero…luego te vuelves aquí dentro… y no salgas hasta que oigas al perro”- Esto último se lo dijo mirándole a los ojos y acariciándole la cara con una mano caliente y pringosa que olía a vísceras. Leandro notó las lágrimas que humedecieron su coronilla cuando su tía le dio un tembloroso beso en la frente.

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