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Un poco después, la vereda serpenteaba entre bancales. En uno de ellos, allí abajo, vieron al padre de Venancia, vinando un tablero de cepas con una azada de la teja, la cual pudiera ser el cordón umbilical que le uniera con la tierra. Venancia lo sintió así y creyó ver como la piel de su padre, embarrada de sudor y polvo, se endurecía con el sol de la tarde y se confundía con el terruño pretérito. Y allí lo dejaron, con el perdón de Venancia y convertido en un fósil inofensivo sepultado para siempre en la tierra que le dio el sustento, el pan amargo.
Los quesos olvidados sudaban suero, exhalando unos vahos densos que olían a leche podrida y que se enroscaban en el aire suave que acariciaba sus espaldas.
—“Venía oliendo el queso desde el paso del rio”-. Dijo de pronto el Hacendado, surgiendo majestuoso de la vuelta del camino. Montaba un caballo árabe que brillaba como si le hubieran embadurnado con betún negro.
Don Rodrigo y Venancia se miraron en silencio. Los dos se apearon a la vez de sus monturas y se encontraron a medio camino, lejos de los oídos de Leandro, y también de su mirada, pues el muchacho no podía apartar los ojos del caballo, el animal más hermoso que había visto nunca. Solo cuando el burro bufó intentando decir algo que nadie entendió, Leandro se fijó en los que hablaban quedamente, el uno enfrente de la otra. Si no fuera por las vestimentas se diría que se miraban en un espejo.