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Leandro se encontró de pronto con la mirada penetrante y escudriñadora del hacendado, mientras Venancia miraba a su sobrino de reojo.
“Como dos gotas de agua”, quizás pensó Leandro. Ella más mineral. El más oxigenado.
—“¡Tráete la cesta con los quesos”-.Le ordenó de repente a su sobrino.
Leandro le entregó los quesos a Don Rodrigo y este le dio unos generosos dineros a Venancia que, sin decir “adiós”, enfiló camino adelante intentando disimular su cojera. Su sobrino volvió a por el burro para seguirla y cuando pasó al lado del hacendado, que le miraba con curiosidad, sus ojos se reflejaron en los del caballo y sintió un escalofrío, como si hubiera visto lo invisible.
Venancia caminaba delante con la cabeza gacha, empujando su cuerpo con la energía que da los pensamientos impetuosos. Leandro la seguía tirando del ramal, casi sin sentir las ampollas reventadas de los pies, pues sus pensamientos eran terapéuticos, sumergidos como estaban en el ojo del árabe.
Cruzando el paso de la chorrera Venancia, montada de nuevo en el burro, estiró el cuello y leyó mensajes en el cielo aparentemente despejado. Los pelillos del bigote se le erizaron de pronto y en su cara se fue dibujando una expresión desconocida. Su semblante se contrajo buscando acomodo en ese gesto novedoso, trazando pliegues inéditos que crujían al definirse: estaba preocupada por Servando.