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Venancia lo cogió con cuidado, como si fuera un bebé. Solo cuando pasaron delante de Leandro este pudo percibir el gemido esquelético y angustioso que brotaba de las entrañas de Servando, agotadas de tumores.

“-Quema el heno en el bancal baldío…todo…que no coma nada el burro…y ponte guantes.”- Le dijo la tía al sobrino con un hilillo de voz. Servando la abrazaba por el cuello con la cabeza acurrucada entre sus pechos.

Al poco, la paja ya chasqueaba liberada y el humo, plomizo y enfermo, se arrastraba por la tierra desolada y luego subía calmoso al cielo insondable, donde se mezclaba con las nubes sanguíneas del último crepúsculo.

Desde el tablero, Leandro miraba de vez en cuando hacia la casa. Tras los cristales de la ventana del dormitorio del matrimonio, Venancia iba y venía con un candil en la mano, cuya luz amarillenta a duras penas lograba deshacer más de paso y medio la oscuridad que se apretujaba casi impenetrable en la noche más negra.

Ya en su colchón de paja, Leandro inició su ritual onanístico, que consistía básicamente en fantasear con la ninfa del río; pero no había lugar para la imaginación en esa atmósfera tan irreal: los cerdos, las ovejas y el burro parecía que habían hecho una visita al taxidermista; en los escondrijos los ratones se hacían un ovillo de silenciosos pelos temblorosos, y las maderas del cobertizo no crujían como cada noche echando de menos sus corre-corre. Leandro solo oía el interior de su cuerpo, agitado por el plañir de Servando, un gemido ultrasónico que no se percibía por los oídos, sino que penetraba en el tuétano a través de la piel de gallina. Perro Malo tiritaba encogido junto al pesebre y Leandro, desmotivado, soltó lo que estaba agarrando y puso su mano sobre el lomo ralo del perro.

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