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—“¡Arre!”-. Le ordenó al asno dándole un manotazo en el lomo.- “¡Deprisa”!-.Le dijo luego a Leandro, que ya corría tras los pedos del burro, el cual se desinflaba con un valeroso esfuerzo.

Hasta que no llegaron a la orilla del prado no oyeron con claridad los aullidos de Perro Malo, que se desgañitaba en la puerta del cobertizo, con el cuerpo erizado, estirado hasta los límites de la rotura de tendones; la cabeza levantada buscando los vientos más favorables para su llamada de socorro. Parecía primitivo, salvaje y peligroso, pero también asustado. Venancia se apeó del burro y este se fue ligero al abrevadero donde recuperó un poco de autoestima. Leandro entró en el establo detrás de su tía acompañado del perro, que ya se había destensado y solo jadeaba agotado.

En la atmósfera densa de la cuadra se escurrían hilillos de sol por rendijas de podredumbre, dibujando cortinas de luz y, flotando en ellas, partículas de polvo de heno, telarañas, escamas de pieles, migajas de exoesqueletos, alas rotas de insectos, y un lamento profundo que oxidaba los clavos de las vigas de la techumbre, y los de la escalera del pajar por los que ascendía Venáncia. Cuando llegó arriba se inclinó sobre la paja metastásica, donde se retorcía Servando agarrándose la tripa con las manos inútiles, buscando el dolor que ya se desprendía por su ano en borbotones de sangre negra.

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