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La madre de Venancia tejía al lado del umbral, sentada en un poyo de granito que sobresalía a propósito de la sólida pared de la casa, para acomodo de las posaderas y para la contemplación reposada del telón de los montes de enfrente, detrás del cual se representaban otras comedias; aquellas que había imaginado muchas veces Venancia, en cientos de crepúsculos de su fugaz juventud. Un telón que nunca se abrió para ella, pues se quedó atrapada entre bastidores, con el guion ya olvidado, en este pequeño mundo…que la apretaba.

Ya hacía un buen rato que estaban allí parados, enfrente de ella, exactamente doscientas tres punzadas de ganchillo, cuando por fin Venancia se decidió a hablar a su madre, con un hilillo de voz que gorgoteó en su boca encharcada de lágrimas.

—“Hola madre”.

La mujer interrumpió su milimétrico y rutinario movimiento de agujas, levantó la cabeza, que brotaba mustia de un cascarón renegrido, y miró con ojos deslucidos a un mundo inexistente. Se murió el tiempo un minuto y por fin reposó su mirada vacía sobre los ojos llenos de moscas del burro, que no entendía tanto protagonismo y por qué, ya de paso, nadie le espantaba esos molestos bichos. El asno pestañeó pero las moscas apenas se movieron.

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