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“-Traes el serón vacío y la fratiquera poco llena. Se te habrá descosío. Anda que te la zurza, no vayas perdiendo los cuartos…- Le decía Venáncia, y Servando se la daba refunfuñando para dentro, llenando de toxinas cancerígenas sus entrañas. Venancia se lo decía con una voz y una pose de una humanidad invulnerable, en perfecta armonía con sus ojos siempre tristes, de un dolor inagotable, que formaba parte de su médula, y sin el cual se derrumbaría.
Leandro veía con indiferencia los cambios de aires, inconsciente de lo mucho que él había tenido que ver en ello, pero sí acogió con mucho agrado ese flujo ardiente que le embriaga el raciocinio a la altura de la bragueta. Cuando iba con las ovejas le gustaba aliviarse en el regajo de la chorrera, donde la viera aquel día. Espiaba la otra orilla del rio, imaginándola descalza sobre la hierba amarilla, atorando laberintos de topo que maldecían a la evolución natural por no poder contemplar tan fascinante belleza. Las fosas nasales de Leandro se abrían más allá de su perímetro respirando como un potro tras un galope sobrado; aspiraba incluso el canto de los grillos y los zumbidos de las avispas. Por fin, resoplaba y jadeaba hacía dentro, como él sabía hacerlo. Perro malo, perceptor de altas frecuencias, aullaba lobuno.