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“-¿Dónde vais los dos con esa pinta payasos?”- les preguntó Servando mirando las moscas de los ojos del burro y estando muy acertado en el epíteto referente a la hechura de los viajantes.

Venancia había vestido a Leandro con una camisa de cuadros verdes de Servando, y también con sus pantalones, que le dejaban al descubierto los tobillos insólitamente relucientes a base de jabón de sosa. Acostumbrado a calzar zapatillas de esparto, sus pies no encontraban el paso y ya se quejaban de rozaduras, prisioneros en esos zapatos de un solo uso, el que les diera Servando en su boda.

Venancia miró allí abajo, a su marido. Temblaba pero su voz sonó clara:

“-Vamos al pueblo”- le dijo.

—“¿Con qué razón?- preguntó Servando, que menguaba por momentos, cada vez más demacrado.

—“Quiero que mis padres conozcan a su nieto”- dijo Venancia con lagrimones negros de rímel que formaban surcos grumosos en sus melillas empolvadas.

Dejando un rastro de bilis se alejó renqueante un haz de mimbres sobre los lomos de una hormiga.

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