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“-Mete las ovejas en el redil y apareja el burro”- le dijo Venancia a Leandro cuando este volvía del pastoreo. Su tía llevaba un vestido asalmonado con florecillas blancas. Le caía recto en el talle por la falta de cintura y las mangas se encogían hacia arriba obligadas por la corpulencia de sus hombros. Se había maquillado con tanta ilusión como torpeza, haciendo destacar aún más aquello que quería disimular. En los brochazos de sus mejillas, en el rímel disperso de sus ojos y en el carmín alborotado de sus labios, se adivinaba la melancolía. Sin embargo, en el pelo suelto y limpio, gozoso de verse liberado de un moño de diez años (¿Tanto tiempo hacía que se había casado?), se le figuraba a uno un anhelo de libertad.

“-Y prepara una cesta con un par de quesos…y cuando hayas acabao te vienes a casa que te voy a aviar”- Le apremió a su sobrino, con una sonrisa que parecía precedida de un puñetazo.

Al rato, ya andaba Leandro tirando del ramal y Venancia montada en el borrico por el camino de la barranca. En el paso del rio se toparon de frente con Servando, que venía sofocado con un haz de mimbres a los hombros.

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