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Sin duda, aquella fue la más vívida de la docena de pajas que Leandro se hizo en poco menos de dos horas. Con esta no pudo evitar un gemido que emergió de la herrumbre de sus cuerdas vocales con grafía de dolor, (“¡aaayyyyy!”), pero que no era sino mensajero de placeres profundos. El jadeo, rasposo y afilado, enervó el aire viciado de la cuadra, amedrentando a los cerdos que hozaron enloquecidos en el estiércol como si quisieran enterrarse en su propia mierda. Aún vigoroso, el resuello se arrastró fuera del establo y se deslizó por las entretelas de Servando mientras éste cavaba en el tablero del patatal, avivando el tumor que crecía en sus intestinos; se metió luego por la ventana de la cocina, donde Venancia domaba el esparto para las pleitas y las alpargatas, y le susurró un recado al oído. Las ovejas y el burro, que pastaban aburridos en el prado, levantaron la cabeza y se quedaron inmóviles, siguiendo con el rabillo de sus ojos esa hilacha jadeante que ya se perdía en el bosque, enmudeciéndolo de ecos de vida durante tres eternos segundos. A Servando y a Venancia se les heló la sangre cuando ambos pasaron por delante de Perro Malo, apostado bajo el dintel de la puerta del cobertizo, aullando como nunca antes lo había hecho, salvaje, lobuno. Dentro, el panorama no era menos inquietante. Los cerdos, acurrucados en un rincón, con los hocicos ensangrentados de hozar buscando una salida bajo el estiércol, en el suelo de piedra, gruñían como si se les hubiera revelado su destino.

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