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Un día, Servando consideró que el muchacho estaba preparado para ir de pastoreo. Cuatro días a la semana salió desde entonces Leandro con las ovejas, en busca de otros pastos. Allí, en aquellas soledades (con permiso de Perro Malo), pudo observar el mundo y apreciar como nunca el rastro cambiante de los días, el devenir de las estaciones, con sus melodías características y sus olores y colores efímeros. Advertía como los árboles de la ribera del rio renovaban el color de sus hojas del verde al cobrizo, pasando por el azafranado y el bermellón. Y como poco a poco se iban quedando desnudos, acolchando el suelo de hojas muertas, que sin embargo enriquecían la tierra o servían como escondrijo de escarabajos, como cobijo y trampa de arañas, como escenario de cigarras. Los árboles más alejados del río siempre vestían de verde y algunos de ellos se llenaban con dudosos adornos de nidos de procesionaria, que eran como tumores malignos que hacía que sus hojas, delgadas como agujas, amarillearan anunciando su muerte y no el otoño. Oyó el silencio blanco de los bosques, apenas alterado por sigilosos crujidos de andares de gineta sobre el pacífico manto de nieve. Bebió el agua del cielo y aprendió a distinguir los matices de sus sabores, dependiendo de la hora del día, del color de las nubes, de la dirección del viento o del tamaño de sus gotas. Olió el dulzor de las flores y los efluvios de los animales en celo. Perro Malo, que siempre le acompañaba, vigilaba con oficio el rebaño cuando Leandro, animado por la calor, se metía en el rio de aguas cristalinas, que al bajar desbravadas, se arremansaban en charcos poco profundos, donde chapoteaba o se tumbaba para hacerse el muerto, mimetizándose con las truchas, buscando la plena libertad que implica la inconsciencia.