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Leandro se quedó allí sin saber qué hacer. El alba apareció de repente inundado el hueco de la puerta con una luz de mandarina. Se bajó del pesebre y avanzó hacía ese fulgor como si fuera una llamada divina e incuestionable. Ya fuera, contempló el nuevo mundo con los ojos empañados.

La puerta de la cuadra se abría al sur, a un tablero amplio, cercado con cándalos de pino, desde el que nacía un prado cuesta abajo mojando sus lindes en las aguas de un generoso arroyo. A ambos lados del prado había bancales de siembra, y perales, manzanos, castaños y nogales. Aquí a la derecha, en el oeste, estaba la casa de su tía, dando paso a un bosque de pinos resineros, que se alzaban muy altos en el cercano horizonte, ocultando al sol cuando a este se le veía más animado y después del trabajo que le había costado trepar por las montañas del este, en cuyas faldas se apretaban piornos de flores amarillas que daban luego el relevo a un espeso bosque de robles. Leandro fijó su mirada en el fondo del valle, que se despeñaba invisible más allá del arroyo. El cielo pálido se le antojaba infinito. Solo una nubecilla ambarina se dibujaba en lo alto. Aquí abajo, Perro Malo recibía con la boca abierta las lágrimas que brotaban por primera vez de los ojos de Leandro, abarrotados de vértigo y de belleza. Se desmayó sobre el suelo embarrado.

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