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En mi convalecencia estuve bastante quejica y no supe estar a la altura de las circunstancias. Mis tremendos dolores y mi centrifugada fiebre no eran excusa para mi desánimo y mi mal humor. No le regalé ni media sonrisa a mi enfermera, mi polivalente cuidadora, que no sé cómo se las arreglaba para dedicarme un par de minutos al día, como si no tuviera otra cosa que hacer. Con mis compañeros tampoco fui muy amable, pues cuando empezaron a hurgar en mis heridas y a arrancarme las costras para comérselas, no se me ocurrió otra cosa que, henchido del egoísmo de los Dioses, pedirles, con un susurro suplicante, que pararan. El veneno de mi voz. El come-come de las seseras.

Hasta los que no sabían ni siquiera gatear se las apañaron para apretujarse junto a los demás en el rincón más alejado de mí, y desde allí me regalaron un espectacular llanto de orfeón, tan sobrecogedor que la cuidadora, sin haber puesto los dos pies dentro del auditorio, se fue espantada en busca de ayuda.

Los últimos días de mi reinado los pasé exiliado en un cuartucho donde no cabían más que mi camastro y un cubo de latón que no sabía para lo que era. No sé cuánto tiempo estuve convaleciente. Teniendo en cuenta que la enfermera, la cuidadora heterogénea, vino a verme de refilón veintitrés veces, podrían ser veintitrés días. Aunque yo creo que esta cadencia a veces se alargaba o es que a mí se me hacía eterna, desorientado por mi malestar. En cualquier caso, aprendí a convivir con mi sufrimiento en un estado de silencio y quietud tal, que muchas veces la cuidadora me dio por felizmente muerto. Un día, por fin, pude levantarme del lodazal en el que se había convertido mi cama y darle uso al cubo de latón: me alegró el hacer mis evacuaciones lejos de mi cuerpo. Aunque me dolía bastante el pecho, ya que la última patada que me dio mi hermano estuvo muy acertada y puede que me rompiera alguna costilla, en general estaba bastante aceptable: era hora de recuperar mi reino.

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