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Y así gobernaba yo mi feudo, como un rey que ama a su pueblo, solícito a las necesidades de la corte y manteniendo al rebaño en paz y en perfecto estado de revista para los malolientes pastores adoptivos, que inquietaban al ganado con su índice escogedor, pito- pito- gorgorito….Ellos, que contaminaban nuestro aire con su pestilencia, se tapaban la boca y la nariz con las manos como si allí hubiera virus transmisores de la soledad y el abandono.
Alcahuetes de otro mundo eran también los ventanucos que había en una de las paredes, mirándonos desde fuera con cristales de una cuarta y legañas de polvo remoto, donde repicaba la lluvia de Abril mil veces y aires destemplados hacían tiritar los cansados vidrios con ráfagas de cuentos de miedo, y por donde algún rayo de sol se filtraba mortecino, dibujando deslucidos arcoíris en los pises del suelo. Hacia esos ventanucos alzaba yo a mis camaradas, a la caza de vitamina D, escasa en nuestro organismo, pues nadie salía nunca de allí a no ser que fuera señalado por el dedo del padrinazgo. A los elegidos les veía marchar sin más emoción que la que pueda sentir un poyo de granito, asiento de culos anónimos, dejándome tan solo efímeros olores de su casual presencia. Ni una lágrima temblorosa en la despedida, ni una mirada de agradecimiento. Así debía ser y así era. Los que no eran seleccionados por la ventura y se les ponía el culo demasiado gordo para tan pequeño asiento, eran trasladados a otro edificio donde mohínos mancebos se atusaban los incipientes bigotes, anuncio de un futuro borroso, y que se vislumbraba ya sombrío para otros zagales de pelo en pecho. Yo con el tiempo anduve a la zaga de los bigotones, aunque no tenía ni un pelo en la cara. La centinela de la pubertad y del mínimo esfuerzo valoró con gran acierto el que yo me quedara donde estaba.