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“¡O te levantas o te reviento!”
Y luego pasando de las palabras a los hechos. Lo que más me dolió no fue la patada en el estómago, ni siquiera la patada en la cara, sino que se alejara de mí sin cumplir su palabra. Le hice saber de mi descontento lanzándole un escupitajo a la nuca, un batiburrillo de saliva, tierra y sangre. Le vi darse la vuelta envuelto en un ciclón de furia. Su único ojo brillaba como cruzado por un rayo; en la cuenca donde tuviera el otro palpitaban pellejos colgantes. Empezó a cumplir su palabra. Quizás porque hubiera sido un trofeo ganado sin esfuerzo, más parecido a una donación, la muerte se fue otra vez de vacío, pues la entrometida cuidadora hizo volar por los aires, contaminados con olor a sangre y silbidos de tendones descompuestos, a mi hermano, que se fue a dar de bruces contra el muro; luego se arrastró hasta el barracón de los de pelo en pecho, farfullando maldiciones entrecortadas por toses de dolor.
Mi protectora improcedente recogió el escombro de mi cuerpo con sus manazas, con la misma delicadeza que una pala excavadora. Mi organismo crujió con un acorde desafinado de huesos rotos al caer desordenado en el camastro, no más confortable que una lancha de granito, con enormes chichones apelmazados de pises y sudores añejos.