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El tiempo pasaba desabrido, indiferente a la rutina que le confería, sin embargo, su esencia. Nada perturbaba mi indolencia, libre de pensamientos triviales o metafísicos; como una planta en una maceta abandonada en un rincón, apenas nutrida por un rayo de sol y un hálito de lluvia, oculta a las miradas, con la tranquilidad de no ser juzgada por su belleza o desaliño, casi inexistente.
Una mañana incolora de soberbia y apreciada insipidez, el ambiente se malogró con la visita de una pareja que ya pasaba la media vida. La cuidadora puso en sus brazos temblorosos un bebé monísimo y desaseado .Este se agarró fuerte y con ansia al pecho palpitante de sus padres adoptivos. Un olor desconocido para mí surgió de aquella escena: una pestilencia de amor. Se lo llevaron.
Temí que algún día pudiera ocurrirme lo mismo, pero las noches siguieron pariendo días exactos y mi espíritu se fue serenando, y ya no sufría esa desazón cada vez que algún visitante nos incomodaba con su pestilente presencia. Nadie me quería, ni siquiera se fijaban en mí: ¿Quién se iba a encariñar de un niño con la mirada escondida y una boca inexpresiva, habiendo allí tal montonera de ojos con destellos de zozobrante anhelo y otras tantas boquitas con sonrisas ensayadas?