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Puede que la Tierra hubiera dado un par de vueltas o tres al Sol desde mi lóbrego alumbramiento, cuando mi pequeño cuerpo se puso en pie y comenzó a corretear de aquí para allá como un robot con pilas alcalinas y una guindilla en el culo. Ese ímpetu de lo novedoso y lo tardío se frenó en seco con un sopapo descomunal de nuestra sufrida cuidadora. A partir de entonces aminoré la marcha, inspeccionando con calma mi pequeño mundo que de repente había enanchado y alargado. La gran sala estaba ocupada por veintisiete canastos y cunas y treintainueve criaturitas a cual más desamparadas y cochinas. Se ve que nuestra sacrificada nodriza no daba abasto. Mi estrenada autonomía y las necesidades de mis compañeros, despertó en mí una conciencia de grupo, de clan, un talante de compañerismo. Y sin más, me dediqué en cuerpo y alma a su cuidado.

Me llevé más de un pescozón de nuestra desconcertada cancerbera, pero viendo que yo insistía y, sobre todo, que me daba buena maña en el aseo de los chiquillos, terminó por dejarme a mi aire y solo entraba en el barracón para traerme un carro lleno de pañales, un caldero con agua y unos trapos recortados de alguna sábana veterana. La perspicaz niñera, comprobando que aún me sobraba tiempo, me asignó también la tarea de alimentar a los pequeños.

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