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Cuando nací era la viva imagen de mi padre, el vecino de al lado, un señor solitario de mirada triste, pero que andaba muy tieso porque aún no le había invadido la melancolía. De un día para otro se marchó acompañado de un camión de mudanzas, abrumado por los agasajos del marido de mi madre; pero, a pesar del disgusto, se fue andando muy estirado pues el miedo le hacía estar alerta. El regalo que más le abrumó y que le empujó a la rendición, fue un perro que se encontró en el sobrado de su casa con las tripas fuera. Los aullidos del pobre animal y una coreografía de buitres que sobrevolaban la casa, estimulados por el hedor a vísceras que ya había contaminado las cortinas y cubrecamas de los hogares y adulterado las fragancias de los jazmines, estremeció los miedos del vecindario e hizo invencible al de mi padre biológico.

Los primeros olores que respiré en el nuevo mundo fueron el del yodo y el pis. Me alegré al comprobar que el que olía así era el marido de mi madre y que no era el olor de esta extraña atmósfera .Enseguida, el maloliente ginecólogo, mordió con acierto el único nexo que he tenido con mi madre, mientras me sujetaba de los tobillos boca abajo, y me lanzo por la ventana. Fui a caer encima de una montonera de hojas secas, mullidas y crujientes. Mis dos hermanos jugaban en el jardín. El mayor se acercó a ver lo que se removía y gemía entre la hojarasca muerta.

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