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Cuando pararon delante de la casa, Leandro se despabiló muy descompuesto, no pudiendo evitar un vómito de protesta. Servando le miró con desagrado, arrugó el morro asomando los paletos abandonados al sarro y silbó aguzado. Al momento apareció un perro corriendo desmañado, pues solo tenía tres patas; miró a su amo y dijo “guau”, pidiendo permiso. Servando consintió con la cabeza. El perro olisqueó el suelo debajo de la cabeza de Leandro y lo dejó limpio de protestas. Luego su amo le dijo: “¡Anda con él Perro Malo!”, y éste se lio a lametones con la cara de Leandro, con meticulosa devoción. Servando se reía con tal holgura que el muchacho se sintió un comediante involuntario, e incluso agradecido de tener la cara limpia cuando apareció su tía, abriéndose paso entre relumbrones de sol de poniente, rebotando en hojalatas y somieres que emperifollaban la cerca de madera que rodeaba la casa.

Venancia venía también renqueando con un costurón en la pierna. El cepo para bestias que la mordió en la noche de bodas, lo colocó Servando entre las sábanas de franela, recién lavadas con jabón de sosa y perfumadas con golpes de cantueso en flor para la ocasión. Su recién estrenado marido colgó las sábanas ensangrentadas enfrente de casa, para que todo el mundo las viera, y acallar así las habladurías malintencionadas y burlonas referidas a la virginidad de su recién estrenada esposa. Nadie lo puso en duda, ni siquiera el que encontró entre el estiércol que le había vendido el padre de Venancia, antes de que ésta se desposara, lo que no se pudieron comer los cerdos: un pequeño cráneo con las fontanelas abiertas fruto de las entrañas de su hija. Todos dieron por bueno el cuento del “perro malo” que, ofuscado por el olor a sangre desflorada, mordió a Venancia mientras esta lavaba en el rio las sábanas de la consumación, que hubieran coloreado las aguas con hilillos de púrpura sumisión.

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