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Sin chistar al orfanato. Mi nuevo hogar fomentaba la autonomía y forjaba el carácter. Cada cual a su manera y condicionado por la calidad de su fibra. En mi caso era de índole de supervivencia, atributo que se daba de sopapos con mis pocas ganas de estar vivo.
A los pocos meses de estar allí aprendí a controlar mis evacuaciones para que coincidieran con el único cambio de pañal que realizaban a última hora de la tarde. Como el biberón era más bien escaso y poco frecuente no fue tarea difícil controlar mis esfínteres. Mi compañero de cesto, sin embargo, estaba todo el día hecho unos zorros y quejándose sin parar. Yo dominaba la técnica connatural de mantener la calma y también mi responsabilidad de permanecer en silencio, y no era partícipe de la algarabía que provocaba la afortunadamente infrecuente aparición de nuestra cuidadora, que entraba en la sala como un ciclón dejando desolación a su paso. Mi templanza no se acaloraba ni siquiera cuando mi compañero se metía el dedo gordo de mi pie en la boca y lo chupeteaba y lo mordía con las encías, apurado por el hambre. Mi dedo, con el tiempo, adquirió tal flacidez que se le desprendió la uña, que el otro tragó con avidez, quedándosele atascada en la laringe y asfixiándolo. Pude, entonces, dormir a pierna suelta.