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Sentía sus temblorosas manos sobre la panza preñada, temerosa de un latido, de un respingo. Y yo me hacía el muerto, para contentar sus miedos, para que así, cuando naciera, me quisiera un poquito por haberle dado una pequeña esperanza. Este deseo o necesidad de pasar desapercibido, de no ser escuchado, debió causar en mí organismo una avería, un descontento por mi intento de negación que envenenó de alguna manera mí ser racional y con ello el vehículo que lo hace más evidente: la palabra.

Yo creo que no era deseado porque el marido de mi madre no tuvo ningún contacto con ella en año y pico, y claro, no podía ser. Anduvo por ahí perdido, escondido, porque había auscultado muy a menudo y en profundidad a una paciente pubescente que luego se quedó preñada. Regresó un mes antes de que mi madre me pariera, que según decían estaba más guapa que nunca y que, justo cuando sonó el timbre de la puerta y vio la silueta de su esposo echando humo a través de la mosquitera de la ventana, se le vinieron encima mil achaques y dos mil arrugas y ya no volvió a sonreír nunca y me odio un poco más.

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