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En fin, así realizaba yo mis labores, con eficacia y aplicación, sin que se manifestara en mi conciencia ningún apego, de modo que mi espíritu no se perturbaba ante cualquier lamentable suceso. Como el que acaeció a un niñito que había nacido, creo yo, con el don del equilibrio entre cuerpo y alma. Ejercitaba esa virtud con oscilaciones adelante y atrás de cintura para arriba y siempre sentado en el camastro, del que no se había bajado nunca. El vaivén era suave y armonioso, solo al alcance de mentes en expansión, más allá de las limitaciones que los científicos exponen en conferencias con láminas a todo color de nuestro laberíntico cerebro. Un mediodía, mientras le daba de comer unas puches verdes (plato estrella del menú), cesó de pronto en su balanceo emitiendo un gemido burbujeante, mientras su cuerpo convulsionaba y su cara se ponía del color de la comida. Finalmente un silbido sordo salió de su boca retorcida y cayó muerto hacia atrás. Nuestra abnegada cuidadora se puso contenta al recuperar, de la garganta del pequeño místico, el anillo que había perdido la cocinera el día anterior.

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