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No era un cetro lo que empuñaba la cuidadora en su manaza, sino una enorme jeringuilla que me clavó en el brazo sin mediar palabra y sin subirme la manga.
Cuando recobré el sentido, mi pecho aplastado se llenó de aire suelto, de olores desconocidos que me distrajeron del dolor. Un suelo de tierra y piedras se zarandeaba bajo mis ojos recién abiertos. Sentí náuseas, y conocí a Perro Malo.”
***
Leandro se despertó salivando jugos que no procedían de sus glándulas. El burro le lamía la cara, mostrando especial predilección por su boca entreabierta y por sus labios aun sabrosamente costrosos. Se incorporó sintiendo un agudo dolor en el pecho. Estaba tumbado sobre un saco de esparto relleno de paja, compartiendo alcoba con el burro que le miraba relamiéndose el hocico. Un poco más allá gruñían dos cerdos tras un cerramiento de mugrientos palos. A su lado, una escalera de madera de castaño con siete escalones ascendía, casi vertical, a un pajar, bajo el cual, un rebaño de una docena de ovejas se apretujaban en silencio tras un cercado de palos y hojalatas oxidadas atados con cuerdas. Leandro se limpió los lametones con el envés de una mano mientras que con la otra apartaba la cara del burro con cierto recelo. Los cerdos le causaban aún más desconfianza, gruñendo sin parar y hozando en el estiércol. Las ovejas parecían inofensivas; con el tiempo llegó a la conclusión de que eran estúpidas. Era la primera vez que veía animales, pero no se mostró muy sorprendido. Respiró profundamente. Todo lo que entró por su nariz también era nuevo para él. Después de un tiempo para el análisis decidió que olía bien, al menos mejor que de dónde venía.