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A Servando, sin embargo, no le quedó más remedio que permitir que “su mujer” (como el la llamaba con todas sus connotaciones y consecuencias), cuidara del muchacho porque, después de recibir la carta del hospicio donde se les decía que el sobrino de Venancia era poco menos que un estorbo del que se iban a deshacer, Servando, agobiado por el mucho trabajo que le ocupaba desde la madrugada hasta el ocaso, decidió traérselo a casa. Podría haber empleado a cualquier mozo del pueblo, conocedores todos de las labores del campo y el ganado, pero Leandro le salía gratis. Y era mudo, tanto mejor. Así pues, Venancia se ocupó del muchacho con la devoción de una madre, esa que pudo ser, pagando el precio, que ella no consideró alto, de una paliza casi diaria: al fin y al cabo ya las recibía antes sin que le diera motivos y sin obtener beneficio.
Leandro se dejaba mimar por su tía. No eran sus atenciones, abundantes en caricias, lo que agradecía de ella, sino los guisos que le traía en cuencos de barro: nunca se imaginó que una persona pudiera comer otra cosa que no fueran las puches verdes del orfanato. Sin embargo, o tal vez por ello, miraba con envidia la gamella de los cerdos, donde Servando volcaba cada día un caldero humeante de ortigas y patatas cocidas.