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Leandro se quedó embelesado con el sonido de las aguas. De su bullicio aisló tranquilos parloteos, alteradas algarabías o rítmicos gorgoteos, y en el fondo un “rum-rum” uniforme y poderoso. Se acercó a la orilla y metió sus pies de esparto en el torrente del río, a pocos pasos de la cascada. Cerró los ojos y supo quién era. Era solo un espermatozoide que nunca debió llegar a su destino, una miaja de rocío que debió evaporarse con el primer rayo de sol; era una minúscula gota de lluvia que se dejaría llevar por la corriente de este imparable caudal, formado por insignificantes y determinantes gotas como él. Sus sentidos se unificaron en esa revelación y se fueron diluyendo en un fluir manso e indolente. Estaba en paz.

Cuando empezaba a dejarse caer sobre el torrente, una pedrada en la cabeza le devolvió de nuevo la naturaleza de sus genes primitivos; un ser dubitativo y temeroso. Miró conmocionado la cascada vertiginosa, que se desprendía con un jadeo alborozado en el profundo barranco al encuentro del origen, de la nada, y se alejó tembloroso hacia la orilla. Se tumbó exhausto sobre la hierba fresca: le dolía la cabeza. Entonces oyó su voz voluptuosa:

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