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El marido de Venancia entraba maldiciendo en el establo, mirando de soslayo a ese vago que dormitaba en el pesebre, echando cuentas con los dedos y en voz alta de la fortuna que le estaba costando mantenerle. Se lo contaba a los cerdos, a las ovejas y al burro, mientras hacía las labores, en las cuales Leandro puso mucha atención. Con esto evitó recibir unos cuantos pescozones de los muchos que le diera luego Servando (gran seguidor y divulgador de la máxima educativa “la letra con sangre entra”) cada vez que el muchacho hacía mal alguna faena, una vez que hubo recuperado la salud y con ella la viveza que suelen tener los niños de catorce años.

Para sorpresa de Servando, Leandro comenzó a realizar con gran presteza las labores que se le asignaron. Se ocupaba de los cerdos, cargando su estiércol en un carretillo y amontonándolo en un tablero; limpiaba la pocilga y la llenaba luego con agujuos. Hacía lo mismo con la corraliza del burro y la de las ovejas en donde, en vez de agujas de pino, echaba heno. Le costó más trabajo aprender a ordeñas las ovejas, por lo que se llevó más de un pescozón extra. Servando, un hombre de costumbres arraigadas, no dudaba sin embargo en darle alguna colleja sin motivo aparente, aunque él lo justificaba diciéndole al muchacho que era para que se le asentaran los conocimientos. Venancia sentía esos cachetes como si los recibiera ella y recompensaba a su sobrino con mimos y postres de leche, actitud que enfurecía a Servando; este aligeraba su ira con más pescozones y más mimbrazos. La lógica hacía que Leandro se alejara cada vez más de su tía, en cuerpo y alma. Venancia, mujer razonable pero vacía, sufría con los desprecios de su sobrino, que le dolían más que los golpes de su marido.

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