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La cara grande y redonda de cabellos desgreñados y canos que se encontró frente a él cuando abrió los ojos, provocó en Leandro un respingo de sorpresa. Venancia retiró la penca de sábila con la que hidrataba los labios de su sobrino y, sujetándole la frente febril con la mano, le dijo: “tranquilo”. De las narices de su tía salían pelillos blancos y duros como cerdas de jabalí de los que colgaban, amenazantes, glutinosas gotitas transparentes. Leandro se palpó el pecho alrededor del cual tenía ceñida una venda. Venancia le miró con una sonrisa bobalicona y timorata, pues hacía lustros que la alegría era solo el recuerdo de otro ser. Una densa gota se desprendió por fin de su nariz. Se oyó como bullía al caer en la mejilla de Leandro. Venancia le limpió la cara con la mano. Una caricia. Un hambre compartida. El paño humedecido con agua fría y vinagre que le puso la tía en la frente aplacó los calores febriles del sobrino que se sumió de nuevo en un sueño sereno.
Servando esperaba a su esposa a la salida del establo cimbreando una vara de mimbre. Venancia pasó a su lado sin mirarle, apretando las nalgas por si acaso.