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Y así iban pasando los días, las semanas, los meses, y tal vez algún año: es difícil saberlo cuando todos los días son lunes.

Una mañana de lunes, mientras Leandro escardaba cebollinos, salió Servando de la casa como si a esta le hubiera dado una arcada. Venía rojo de ira, con una vara de mimbre en la mano. Leandro pudo oír un lamento apagado tras los cristales atemorizados y avergonzados de las ventanas. Cuando lo tuvo delante, Leandro se incorporó y miró a los ojos de Servando. Este se incomodó con la naturalidad del muchacho.

—“¡Date la vuelta, zagal, y empingorota el culo!- Le ordenó con voz zalamera, augurio de poco mimo.

Leandro obedeció. El mimbrazo a sobaquillo comenzó a dolerle con la primera corchea que se dibujó sibilante en el pentagrama del aire tembloroso, antes de que la vara le grabara en el culo un agudo y prolongado escozor en si bemol.

—“Tiene que tener como poco esta ligazón”. ¿Te has enterao o te lo repito?-Le dijo el director de orquesta zumbando la batuta en el aire.

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