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—“¿Estás pasmao o qué?”.

Miró al otro lado del rio y la vio. Una ninfa. Dos segundos inconmensurables. Salió corriendo perseguido por una emoción desconocida y turbadora. Por el camino se iba relamiendo con avidez la sangre que le escurría desde su cabeza a los labios, imaginando la blanca y preciosa mano acariciando la piedra que le desordenó el entendimiento.

Servando se partió de risa cuando el muchacho llegó a casa sin las mimbres. Al poco rato, a Leandro se le olvidó la herida de la cabeza, pues otro dolor más agudo reclamó rápido su atención. Venancia le curó con jugos de sabila y con lágrimas de madre la piquera de la cabeza y los varduscazos del culo. Servando se tronchaba.

El despertar a la sexualidad de Leandro fue repentino e implacable. Hasta ahora, sus empalmes matutinos se aflojaban con la primera meada, pero aquello era otra cosa, y no sabía por dónde meterle mano. Cuando lo supo, no podía parar.

No juzguemos a Leandro si sus instintos le decían que aquella era la primera hembra que había visto en su vida. Para él, su madre, la cuidadora y Venancia eran solo mujeres. Ella era diferente. Leandro la sentía detrás de sus ojos, incrustada en su cerebro, un pensamiento único y constante, como una ninfa, caminando infalible e imperturbable sobre un prado verde, tocando levemente, con sus pálidas e higiénicas manos, temblorosas florecillas: asperillas amarillas, nazarenos violáceos, blancas margaritas…. Ella se detuvo un instante para mirarlo a los ojos, sonriendo con su boca de nieve, mientras acariciaba un capullo péndulo de amapola que se fue abriendo poco a poco con el alago de sus dedos; y con una gozosa convulsión, decenas de semillas jadeantes se acomodaron en el viento chismoso.

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