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Notó Leandro que el aire olía diferente a partir de aquel día. Había como una holgura en el respirar. Servando, sin embargo, resollaba como si siempre estuviera cansado y andaba más encorvado. Era notorio también su silencio, aunque no había sido costumbre en él la conversación, más inclinado al sermón y a la falta de réplica del que le escuchaba y, en el caso de que la hubiera, esta no iba más allá de un “amén”. Solo hablaba con Leandro lo imprescindible, dándole la espalda, pues no se atrevía a mirarlo de frente, cerrando los puños y clavándose las uñas empachadas de roña y bilis en sus callos fosilizados, estimulando su enfermedad.

Venancia miraba ahora a su marido a los ojos. Lo hacía con compasión. Servando agachaba a ras de suelo la mirada y se le llenaban los ojos de hormigas, que acarreaban en sus mandíbulas cobardía y culpa, malas consejeras de la rabia, pudriéndose esta sin salida en sus asaduras.

Venancia, en contra de su costumbre, decía ahora “adiós” con la mano, y quizás alguna palabra de aliento con su boca agostada y fugazmente rebrotada por el riego del orujo, viendo alejarse a Servando y al burro por el camino de la barranquera, en dirección al pueblo que la vio nacer y al que nunca había regresado desde su casamiento. Las gentes del pueblo, las que antes le miraban con recelo y antipatía, viendo a Servando tan cambiado y que no parecía a resultas de un extraño clima pasajero, le trataban ahora con un rencor afectuoso. Y ya viendo que el hombre no levantaba cabeza, pasaron pronto a la burla y al engaño y, mientras que con una mano le daban palmaditas en su lomo encorvado, con la otra le robaban algún queso o alguna cesta de mimbre de las que acarreaba en el burro para vender en el mercadillo.

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