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VENANCIA

“Mi padre me decía que no había nacido para llevar vestidos, con este cuerpo hombruno. Decía con desprecio que me parecía al padre de don Rodrigo, el Hacendado, que era como una ameal de grande y duro como el risco del Torozo, y que cuando le llegaban los detenidos al cuartelillo solo tenía que quitarse el tricornio, que era como un caldero de tres arrobas, y los pobres diablos le confesaban hasta las pillerías de los rusos. Pero mira tú que nunca he llevado otra cosa. Tengo el de andar por casa, de color ceniza y estampado con tréboles verdes, sobre el que siempre llevo puesto un mandil negro; para atender el ganao y las labores del campo tengo otro que antes era como mostaza y que ahora es de chocolate, de lo bregao que está. El que se conserva bien es el de las fiestas. Antes me lo ponía como poco una vez a la semana, para ir a misa de Domingo. Íbamos toda la familia: mi padre delante siempre, con un traje de maricastaña; luego mi madre, siempre de negro, de la mano de mi hermano pequeño, que siempre llevaba pantalones cortos aunque cayeran chuzos de punta, porque eran los menos rozaos; y detrás mi hermana la mediana que era muy guapa, como mí madre, y muy nerviosa, y yo, que era…como ahora, creo. De un día para otro dejamos de ir a los oficios, porque mi padre tuvo una pelotera en la puerta de la Iglesia con don Rodrigo, que le decía que le iba a matar porque le había robao la honra, y mi padre me señalaba a mí no sé por qué. El Hacendado, que parecía un cisne de lo blanco y lo creído que iba, se rio mucho. Así es que ya solo me ponía el vestido para arrodillarme junto a mi madre frente a la Virgen de Mayo, una estatuilla negra que mi bisabuelo se había traído del otro mundo cuando lo de las colonias, decían. Mi madre nunca se quitaba el luto porque decía que le iba a faltar tiempo para rezos y penitencias, porque decía que teníamos las alforjas llenas de pecaos, y decía que se conformaba con que su padre a lo poco fuera al purgatorio, porque lo mataron sin confesar y sin un entierro como Dios manda, en un hoyo con otros que también se habían dejado engañar por los rusos, y con un tiro en la cabeza que se lo pegaron los moros, según refería a veces mi abuela, engallada por la pitarra….”¡Los moros , los moros”, fueron sus últimas palabras, echándose nano a los bajos antes de destriparse en la barranca, a lomos del mulo, que se había desbocao por la mordida de una mosca perruna.

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