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Leandro, acostado boca arriba en su pesebre, con la picha fuera, colorada y tiesa, roncaba hacia dentro, en silencio, relajado. Servando se acercó a él titubeante, haciendo muecas sólo achacables a los locos. Levantó una mano temblorosa como si fuera a abofetear al pacífico durmiente, pero enseguida se la llevó a su cara torcida, ya surcada por grumosas lágrimas añejas: no recordaba la última vez que había llorado, ni tampoco la primera. Se dio media vuelta atropellando a su mujer en la huida, como una mosca sin alas chocando contra un monolito. Venancia se estremeció y comenzó a llorar con franqueza y gran fervor; y así lo siguió haciendo toda la tarde y la noche entera. Con el canto del gallo, cesó en su llanto, se fue prado abajo y se bebió medio arroyo de un solo trago. Cuando volvió a casa, Servando, que había estado corriendo por los pinares toda la noche, huyendo de su propia negrura, la encaró, y esta vez fue él quien bajó la cabeza y hurgó con la mirada hueca en el suelo podrido.

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