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Leandro asentía convencido con la cabeza, mientras su mano reconocía la textura de su culo y le daba consuelo. Descendió corriendo el prado, animado por las risotadas de Servando.
—“¡Tráete un buen brazao…y no tardes!”- Le gritó Servando, cuando el recadero ya tomaba la vereda que seguía el curso del rio serpenteando embuchado entre el prado y el pinar. Sus pulmones se expandían a cada paso, oxigenándose con los amplios y heterogéneos olores de la creación incalculable, purificándose del ambiente denso de la granja y del hedor de las risas de Servando.
El afluente se encontraba por fin con el principal, y un poco más abajo los dos se abrían sin cautela a un mirador desde donde el mundo se percibía eterno, llenando de vértigo los sentidos de Leandro. El rio se precipitaba por el barranco con grande a alboroto, abofeteando a arcaicas e inmutables pedruscos de granito que toleraban firmes e insensibles a las jóvenes aguas, siempre nuevas y vigorosas, curiosas y desvergonzadas, jugando a veces con ramas secas que se dejaban llevar indolentes hasta algún remanso, donde se apretujaban con hojas y otros palos muertos.