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Y así fueron pasando los días, agrupándose cada vez más deprisa en años. Es el tiempo, que parece que está quieto de lo deprisa que anda, animado por la perspectiva que conceden los días mellizos y llanos. Pues andaba yo por esas latitudes, una noche cualquiera, soñando que se me abría una puerta de par en par, por la que entraba una luz tan limpia y repleta de anuncios de amplitud y diversidad que se me envenenó el despertar. Mi tranquilo discurrir se atenazó con la sospecha de que algún día tuviera que salir de aquella habitación, en cuya medida me sentía como un pez en una pecera: libre de libertad.

La pesadilla se hizo realidad aquella misma tarde, cuando nuestra emprendedora veladora me invitó a salir al patio, porque según ella me lo merecía. Yo no sabía lo que era un “patio”, pero sí que estaba más allá de la puerta y eso ya le quitaba mucho atractivo. Ella intentó animarme diciéndome que fuera me esperaba alguien, y eso hizo que ni siquiera sintiera curiosidad. Ante mi aturullada negativa la pobre mujer no tuvo más remedio que cogerme amablemente del brazo y arrastrarme por el suelo al que yo intentaba agarrarme con uñas y dientes. Un paleto se me quedó acuñando una baldosa. Al trasponer el umbral me deslumbró un claror que creí celestial, pero enseguida sentí la tierra dura y desamparada, hastiada de pasos que no iban a ninguna parte, metiéndose entre mis uñas. Me quedé tumbado boca abajo, resoplando babas de impotencia. Mi guía espiritual se marchó y me dejó a la intemperie. Levanté tímidamente la cabeza y eché un vistazo somero. Una figura turbia avanzaba hacia mí entre volutas de polvo; tras ella, unos altos muros de hormigón oxidado apenas dejaban imaginar otra existencia. Entonces lo reconocí: era mi hermano, el tuerto. Se quedó parado delante de mí echando humo por las narices. Me animó a incorporarme. Primero con palabras de aliento:

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