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Las siestas incandescentes lo aletargaban. Las sombras de los eucaliptos mecían la desnudez de su cuerpo y de su alma.
El ocaso, un silbido quedo de esperanzas desbordadas.
El sacerdote que llegaba de tanto en tanto a ese paraje inhóspito y olvidado sugirió un destino para él.
Antes de dar su consentimiento, Rogelia apropiándose del sol que alumbraba sus días con sus noches, fue dando pasos inseguros llenos de interrogantes. Él era su unigénito que había venido en edad tardía. –Será un fiel servidor- prometía el cura. El Todopoderoso lo necesita.
Ella accedió. Después de todo era una mujer creyente.
Alambrados que cercaban interminables latitudes vieron partir un día a ese jovencito revestido de la humildad propia de la gente no contaminada.
El Ministro del Señor no se había equivocado. El seminarista absorbe los torrentes de sabiduría. La piedad fuertemente se apodera de él. Multiplica sacrificios. Va restando horas al descanso. El ayuno impuesto voluntariamente comienza a hacer estragos en su organismo. Una obsesión mística lo invade. Una urgencia inexplicable de santificación lo transforma. El muchacho manso y humilde va adquiriendo una fuerza interior patológica. Una personalidad desconocida hace quebrantar su salud.